jueves, 25 de septiembre de 2014

PESCANDO MANUEL GARCÍA RODRIGUEZ

PESCANDO 1907

Pescando
óleo sobre lienzo 61 x 86,4 cm
Colección Carmen Thyssen, Museo Thyssen, Málaga

El paisajismo sevillano, como género nuevo que irrumpe en la sociedad romántica andaluza, tuvo un claro origen y punto de partida en el cultivo del denominado «paisaje de composición» y las «vistas topográficas» desarrolladas por los viajeros, visitantes ingleses y franceses en su mayoría, durante la primera mitad del siglo XIX.


Estos conceptos de entender y construir el paisaje desde el punto de vista pictórico, fueron adoptados y desarrollados igualmente por los pintores románticos locales, entre los que sobresalió por su especial capacidad Manuel Barrón y Carrillo, profesor en la academia sevillana, donde se formarán la mayoría de los pintores sevillanos de la segunda mitad de siglo, entre los que se hallaban los futuros paisajistas que asimilaron estos principios y de los que cabría mencionar a Romero Barros, Sánchez-Perrier, A. Cánovas y el mismo García Rodríguez, entre otros.


Con estos antecedentes, no ha de parecer extraño que ya entrados el siglo XX, precisamente en 1907 –año del fallecimiento de Emilio Sánchez-Perrier, compañero precoz de nuestro autor en tareas paisajísticas–, un pintor sevillano como García Rodríguez continuase con este tipo de producciones, siempre realizadas a partir de apuntes y notas del natural, luego trabajadas o reinterpretadas en el taller. En el caso de García Rodríguez se trata generalmente de obras luego ensambladas a modo de escenografía construida intencionadamente y donde se ponen en valor los elementos pintorescos a los que se de tono naturalista, al que se le incorporan algunos efectos de luz; una preocupación muy del momento en la pintura sevillana.



La escena se abre al espectador –como en Martín Rico y Emilio Sánchez-Perrier– con un primer plano de aguas y reflejos, donde un grupo de personajes, en una barca y en el embarcadero, animan y justifican la composición desde la mentalidad costumbrista. La pareja de hortelanas que atienden la barca sobre las gradas ribereñas presenta algunos detalles que informan de una atención descriptiva de los tipos: una de ellas, sentada, espera al sol cubriéndose la cabeza con el abanico desplegado, en una popular y garbosa postura andaluza. Tras ellas se abre un cancelín con trepadoras y zarzas que da entrada a un camino y a una antigua y fértil huerta a orillas del Guadalquivir, cobijada por álamos, adelfas y viejos cipreses. A la izquierda, la linde ribereña de la finca se cierra con una hilera de pitas, más propia de márgenes de veredas y lindes en la campiña, sobre la cual se sitúa el horizonte con el perfil de la ciudad, con cúpula barroca y, en último término, la Giralda.


El conjunto muestra un evidente y aleatorio resultado compositivo inspirándose en los alrededores y fincas rústicas próximas a Sevilla (lugares predilectos, junto con la pintoresca y exuberante ribera de Alcalá de Guadaíra, de los primeros plenairistas sevillanos, entre ellos García Rodríguez). Pero la valoración estricta de los efectos de la pintura al aire libre dista mucho de los objetivos de esta obra. Es más una escenografía a partir de notas, recuerdos e impresiones, también lumínicas, retenidas a partir del natural, donde predomina más lo popular, las costumbres y en general lo pintoresco, que la captación de la luz en sí misma.



De manera global, la obra paisajística de García Rodríguez viene a suponer, con respecto al paisaje de tono naturalista, lo que la pintura costumbrista de tipos y anécdotas a la pintura realista de figuras. Se trata de una pintura vinculada siempre al fenómeno comercial y social del tableautin. La escena trivial que muestra esta obra, amable de circunstancias y situaciones, envuelto en un paisaje pintoresco y teatral, viene a confirmar estas premisas.



Mercedes Tamara
25-09-2014

Bibliografía : Juan Fernández Lacomba. Museo  Carmen Thyssen, Málaga


miércoles, 24 de septiembre de 2014

AMANECER Y CLARO DE LUNA GUILLERMO GÓMEZ GIL

Amanecer
óleo sobre lienzo 43 x 53 cm

Colección Carmen Thyssen en préstamo
al Museo Thyssen, Málaga

Hubo un momento en la carrera de Guillermo Gómez Gil en el que, avalado por la aceptación que había logrado con su particular manera de interpretar el paisaje, no tuvo inconveniente en utilizar un patrón de fácil resolución y de óptimos resultados al que sometía a escasas variantes y con el que conseguía espectaculares resultados.


Este esquema consistía en vistas marinas en las que el tema se centraba en las variaciones lumínicas. Con un punto de vista bajo y desde la orilla, el mar se plantea desde su inmensidad mediante un resbalar la vista por su superficie, habitualmente serena y sólo activada por suaves olas que acarician la orilla. El horizonte, a dos tercios del límite inferior del encuadre, divide la escena en dos zonas que quedan contrastadas por las tonalidades que la ocupan: la inferior dominada por los verdes marinos y la superior por un cielo que suele teñirse de cálidos rojos anunciando atardeceres o amaneceres, como es el caso que nos ocupa.



A veces, la silueta de una costa nos invita a identificar el espacio. Otras, como en este Amanecer, ausente el litoral, se adivina en una orilla a la que se asoman rocas.

Pese a esta insistencia en repetir esquemas a los que aplica escasas variantes, estas «marinas» de Gómez Gil no están exentas de personalidad. El pintor consigue individualizarlas con la precisa fijación de la hora lumínica, nunca la misma, siempre aportando matices personales y diferenciadores a sus obras.

Sin duda, detrás de esa postura comercial, Gómez Gil no renuncia a expresarse dentro de los lenguajes de la modernidad, aunque con sus reiteraciones nos tiente considerarlo como un pintor dado a la comercialización, como hicieran también un Modesto Urgell o un Meifrèn, por citar a dos pintores que pueden relacionarse con la postura estética, y práctica, de Gómez Gil.






Claro de luna
óleo sobre lienzo 43 x 63
Colección Carmen Thyssen en préstamo
al Museo Carmen Thyssen, Málaga
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Ciertamente, en las poetizaciones basadas en el color y en unas determinadas condiciones lumínicas hay un ejercicio neorromántico, en cuanto expresión de esa espiritualidad modernista del cruce del siglo pasado. Es palpable, asimismo, una implicación con el realismo finisecular que insiste, como postura de modernidad, en no manipular al espectador relatando únicamente lo que perciben sus ojos.
Combinando realismo con idealismo mediante ese sabio ensamblaje entre la transmisión directa de las formas y la poetización de los tonos, gracias a los cuales la realidad transciende al plano de lo sentido e imaginado, Gómez Gil participa en las poéticas simbolistas no alejadas de la intención prerrafaelista que en Cataluña se está practicando en esos años. Por último, una cierta tendencia a la fragmentación de la pincelada, por sutil que sea su materialización, nos habla de una apuesta por la tendencia, de la modernidad finisecular, a exaltar los detalles para crear un estado de ánimo, que bien puede enlazar con ese entendimiento sobre la subjetividad del color y la interpretación de la emociones a partir de un paisaje –en este caso del mar– que para los simbolistas de ese fin de siglo, como pueda ser Azorín, era sinónimo de modernidad.


Con todo ello, este Amanecer –obra fechable a partir de la segunda década del siglo XX– nos abre a las diferentes actitudes adoptadas por los pintores españoles en relación con la modernidad europea.
Por otra parte, Claro de luna es de los cuadros de la producción de Gómez Gil en los que el efectismo poético es el protagonista del cuadro. Pertenece a un modelo que llega a estandarizar a base de títulos como Puesta de sol, Efecto de luna, Una borrasca y Sol poniente, que repite hasta el cansancio en las exposiciones nacionales y provinciales en las que participa y que indican que el interés del artista es reflejar la luz sobre el mar desde sus condiciones efectistas. El territorio se convierte en mera referencia que centra el paisaje, pero es el mar, la luz sobre el mar, el verdadero tema del cuadro, hasta el punto que técnicamente se plasma con un sistema de pinceladas que aplica la pasta en pequeños y espesos toques que aumentan la materialidad de la superficie registrada y da la sensación de vitalidad de la materia. La soltura de pincel quiere significar una opción estética en la que la mancha, la superficie pictórica, se independiza, y junto al color son los únicos constructores de la obra. Esta opción renovadora se devalúa cuando la asociamos a la carga de efecto que se le aplica con los juegos tonales y nos vuelve a condicionar su lectura hacia los parámetros de lo comercial y conservador, sin que con ello la obra pierda interés.


La estandarización se comprueba igualmente en el uso de esquemas compositivos: el litoral y el horizonte marcan el perfil superior; el mar, violentado por el reflejo de luz, en este caso de la luna, es el punto de atracción de la obra y el elemento jerarquizador de la misma; y la rompiente, con espuma marina y rocas, marca el límite inferior en esquema que se repetirá sin apenas variantes en su larga producción. El carácter comercial de esta obra nos lo dan también las medidas, de escasamente medio metro. Con ella, Guillermo Gómez Gil se inserta en el paisajismo español de fin de siglo, asociable a los movimientos renovadores, pero en la línea menos desgarrada y programática, como un digno representante de un espacio que prefería el aspecto de lo nuevo sin la incomodidad que producía la provocación rupturista.

Mercedes Tamara
24-09-2014

Bibliografía :Teresa Sauret Guerrero, Colección Carmen Thyssen Museo 
                      Thyssen, Málaga